¿Por qué fue crucificado Jesús?

Hemos llegado al punto en que hasta ciertas revistas religiosas
piden a la gente que reconsidere las doctrinas cristianas básicas
desde la perspectiva evolucionista, lo cual deja en evidencia que
la sociedad está alejándose cada vez más de la verdad bíblica.
¿Podemos seguir confiando en una doctrina bíblica estable?


Por John Ross Schroeder  (Junio 2012)
 
Qué tipo de Dios es aquel que exige que su amado Hijo muera para reparar un acto de desobediencia de alguien que tal vez nunca existió? Si Dios estaba tan molesto por ello, ¿por qué simplemente no perdonó a Adán y a Eva y acabó con el asunto?”

Toda la educación moderna se basa fundamentalmente en aceptar la teoría de la evolución como un
hecho. Esto puede parecer una exageración, pero no lo es. De hecho, incluso las iglesias stablecidas se están viendo profundamente afectadas por esta errada visión. El columnista Clifford Longley escribió hace poco en el semanario católico The Tablet (La tabla): “La iglesia católica
acepta la teoría de la evolución de Darwin como verdadera, al menos potencialmente, y ha rechazado la fidelidad histórica del relato de la creación registrado en Génesis, incluyendo la historia de Adán y Eva y la
manzana” (“Christian Doctrine Needs to Evolve” [La doctrina cristiana necesita evolucionar], nov. 26, 2011).
Esta declaración ciertamente no se aplica a todos los miembros de la iglesia católica, pero no deja de ser muy inquietante y perturbador que se publique en una revista religiosa oficial. Dicho artículo en The Tablet cuestiona incluso las doctrinas cristianas más básicas. Continúa así: “¿Qué tipo de Dios es aquel que exige que su amado Hijo muera para  reparar un acto de desobediencia de alguien que tal vez nunca existió? Si Dios estaba tan molesto por ello, ¿por qué simplemente no perdonó a Adán y a Eva y acabó con el asunto?” Quienquiera que haya experimentado verdaderamente el alivio que siente un cristiano genuino después de haber sido perdonado, nunca se haría semejante pregunta. El rey David de Israel cometió dos crímenes capitales y pecó contra Dios y el hombre. ¿Puede imaginarse el alivio que sintió después de su arrepentimiento, cuando el profeta Natán le dijo en 2 de Samuel 12:13: “También el Eterno ha remitido tu pecado; no morirás”?
Desde el comienzo de la creación, Dios ha condenado fuertemente el pecado. Las Escrituras dicen: “Mas esto que David había hecho, fue desagradable ante los ojos del Eterno” (2 Samuel 11:27).
Nuestro Creador odia todo tipo de pecado por sus tóxicos efectos sobre sus hijos, los seres humanos, hechos a su imagen (Génesis 1:26-27). Por ejemplo, Dios aborrece el divorcio por la destrucción que causa en la vida familiar, especialmente en los hijos (ver Malaquías 2:14-16).
Nuestro universo sigue basándose en principios morales. Dios estableció el principio de causa y efecto en toda su creación, por lo cual el pecado tiene consecuencias negativas. En realidad, el pecado merece el castigo de la muerte, porque una pena menor haría parecer que el pecado no es tan malo después de todo No obstante, y aunque Dios odia el pecado, él ama al pecador y desea que él o ella se arrepientan. Y es en este momento que el sacrificio de Jesucristo entra en escena. El amor de nuestro Creador alcanzó su máxima expresión cuando él nos dio a su unigénito, Jesucristo, para que no pereciéramos y pudiéramos heredar vida eterna en su reino (ver Juan 3:16-17).
Los cristianos nunca deben avergonzarse del sacrificio de Cristo. Por el contrario, debemos reconocer que en el gran plan de salvación de Dios, Jesús murió para ayudar a toda la humanidad a darse cuenta de la terrible gravedad del pecado y de la inconmensurable profundidad del amor de Dios y su miseri-cordia por nosotros. De hecho, su sacrificio nos hace libres.


La justicia y la misericordia de Dios
Muchos no entienden que el amor de Dios implica justicia y misericordia. Él es un Dios justo y piadoso. Es por este atributo divino de justicia que debió pagarse una pena como castigo por nuestros pecados, es decir, nuestras transgresiones a la ley de Dios (ver 1 Juan 3:4).  Y fue debido a esa divina misericordia de Dios que Jesucristo murió por nuestros pecados. Como la paga del pecado es la muerte (Romanos 6:23), Jesucristo, libre de pecado y por voluntad propia, sufrió una terrible muerte
en nuestro lugar para que el Dios de justicia pudiera mostrar su gran misericordia. Como conse-cuencia, nuestros pecados son perdonados a fin de reconciliarnos con Dios y recibir la vida eterna (ver 2 Corintios 5:17-21).
La gracia barata nunca ha sido parte del plan del Padre, y es absolutamente contraria a su carácter divino. De manera que la reconciliación con Dios el Padre se hace posible solo a través del precio más alto que se pueda pagar: la sangre purificadora de su hijo Jesucristo. Como lo expresó el apóstol
Pedro: “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:18-19, énfasis agregado en todo este artículo).
Cuando Jesús regrese a la Tierra, traerá a todo el mundo aquel sistema utópico que la humanidad ha buscado en vano a través de los tiempos, “disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre” (Isaías 9:7). Note también “que juzgará con justicia a los pobres, y
argüirá con equidad por los mansos de la tierra” (Isaías 11:4).  Nunca debemos subestimar la justicia de Dios, que está suavizada por su gran misericordia. El apóstol Santiago escribió que “la miseri-cordia triunfa sobre el juicio” (Santiago 2:13). Y el apóstol Pablo alababa  a Dios afirmando: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación”(2 Corintios 1:3).
Pero la necesidad de Dios de dar a su Hijo como sacrificio por nuestros pecados ofende a quienes adoptan el cristianismo solo de nombre y a los incrédulos, como explica el Nuevo Testamento.
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¿Existieron realmente Adán y Eva?

Muchos teólogos y cristianos profesantes modernos cuestionan seriamente el hecho de que nuestros primeros padres, Adán y Eva, realmente hayan existido; ateos y agnósticos ciertamente lo dudan. Muchos intelectuales de renombre y líderes de opinión en los medios de comunicación se encuentran en las garras de la creencia evolucionista y consideran que saben más que Dios.
Por ejemplo, un titular reciente en uno de los periódicos dominicales de Gran Bretaña,  The Observer (El observador), dice: “Dawkins y Attenborough celebran su victoria sobre los creacionistas”. Un  subtítulo afirma: “Recorte de fondos en las escuelas públicas que enseñen acerca del ‘diseño inteligente’”. El primer párrafo del texto dice: “Los principales científicos y naturalistas, entre ellos el profesor Richard Dawkins y Sir David Attenborough, están pregonando su victoria sobre el movi-miento creacionista después de que la semana pasada el gobierno [británico] ratificara las medidas que prohibirán a los grupos anti-evolucionistas la enseñanza del creacionismo en las aulas de clases” (15 de enero de 2012).
Pero la Biblia claramente enseña que Adán y Eva existieron, y no solo en el Génesis. La genealogía
de Jesucristo en Lucas 3:23-38 se remonta hasta Adán. En el versículo 38 se afirma que Dios es el
padre de Adán,  ya que él fue quien creó a este  primer hombre. De hecho, el apóstol Pablo dice que los seres humanos son linaje de Dios (Hechos 17:28). Pablo se refiere específicamente a Adán como el primer hombre (1 Corintios 15:45, 47). Pablo declaró a Timoteo que “Adán fue formado primero, después Eva” (1 Timoteo 2:13).  Previamente, Pablo había mencionado que “la serpiente engañó
a Eva con su astucia” (2 Corintios 11:3). Judas nos dice que Enoc fue el séptimo patriarca desde Adán (Judas 14), tal como la genealogía en Génesis 5 claramente demuestra.
Al describir las terribles condiciones durante el tiempo del fin, Jesucristo dijo llanamente: “Porque
aquellos días serán de tribulación cual nunca ha habido desde el principio de la creación que Dios hizo, hasta este tiempo, ni la habrá” (Marcos 13:19). Un poco antes, confirmando la institución matrimonial, Cristo dijo: “Al principio de la creación [de los seres humanos], ‘hombre y mujer los hizo Dios’” (Marcos 10:6).
Cristo basó su enseñanza sobre el matrimonio en la creación de Adán y Eva. Después de haber mencionado la creación de los dos primeros seres humanos, varón y hembra, él prosiguió: “Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, ‘y los dos serán una sola carne’ [citando Génesis]; así que no son ya más dos, sino uno. Por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Marcos 10:7-9).
El apóstol Pablo se refería a Adán al afirmar que “el pecado entró en el mundo [la sociedad humana] por un hombre y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). Más aún, Pablo explicó que Adán fue, en algunos aspectos, un precursor o tipo de Jesucristo (v. 14). Haciendo un resumen del rescate de la raza humana a través de este segundo Adán, Pablo continúa: “Pues si por la transgresión de un solo hombre [Adán] reinó la muerte, con mayor razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia reinarán en vida por medio de un solo hombre, Jesucristo (v. 17).
En cuanto al tema de la expiación del pecado, Pablo lo replantea de diferentes maneras. Por ejemplo: “Así como por la desobediencia de un hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también
por la obediencia de uno [Cristo], muchos serán constituidos justos” (v. 19).
Después de leer todas estas escrituras, debería ser evidente que no hay manera lógica de  separar
el relato del Génesis sobre la creación divina de Adán y Eva de la doctrina fundamental del Nuevo Testamento. Lo segundo está profundamente ligado con lo primero.
Ambas perspectivas dependen de nuestra voluntad para comprobar primero la autenticidad y auto-ridad de las Sagradas Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, para luego
aceptarlas.
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Una cruz ofensiva, pero no para los cristianos verdaderos

Pablo escribió abiertamente sobre “el tropiezo de la cruz” (Gálatas 5:11). Este comentario suyo tiende a ofender a aquellos que malentienden su verdadero significado. Ciertamente, la crucifixión fue profundamente ofensiva para Pedro antes que él entendiera su propósito como el medio para que Dios
el Padre demostrara su justicia en relación al pecado y su misericordia para perdonarnos (ver Marcos 8:31-33). Además, Pablo nos dice que “la palabra de la cruz es locura a los que se pierden”( 1Corintios 1:18).
Sin embargo, Pablo claramente asoció el poder de Dios con la cruz de Cristo (para representar figura-tivamente la expiación de nuestros pecados). El apóstol explica: “Porque aunque fue crucificado en debilidad, vive por el poder de Dios. Pues también nosotros somos débiles en él, pero viviremos con él por el poder de Dios para con vosotros” (2 Corintios 13:4).  Así es que el simbolismo de la cruz de Cristo sigue siendo parte integral del mensaje verdadero del evangelio. “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16).
Pablo expuso este principio en términos personales: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
Luego afirmó: “Pero lejos esté de mí gloriarme,  sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gálatas 6:14). Por supuesto, la cruz física original dejó de existir hace mucho tiempo atrás y se redujo a polvo.
La cruz de Cristo: un instrumento de paz
Pablo explicó a los cristianos en Roma que habiendo sido “justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1). El apóstol también explicó cómo se logra esto: “y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20). Solamente la sangre del Hijo de Dios puede satisfacer las justas demandas de la santa ley espiritual de Dios. Solamente el sacrificio de Cristo puede cumplir con los términos y condiciones del Padre. Dios no transa con su ley espiritual. Tenemos que arrepentirnos de nuestros pecados y esfor-zarnos por obedecerle (Juan 15:14; 1 Juan 5:2-3). Jesucristo guarda los mandamientos de su Padre, estableciendo un ejemplo eterno para todos nosotros (Juan 15:10).
Pero aun así, Dios toma en cuenta nuestra frágil estructura humana (Salmos 78:37-39). Cuando por debilidad pecamos y luego nos arrepentimos, “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
Sin embargo, humanamente no podemos cumplir y guardar efectivamente la ley de Dios hasta que hayamos sido totalmente perdonados por todos nuestros pecados, es decir, nuestras transgresiones de su ley espiritual. Es indudable que las personas atormentadas por la culpa encuentran que obedecer a Dios es una tarea difícil. Pero hay una manera de deshacerse de la culpa. Debemos limpiar nuestras
conciencias culpables. Los ritos ceremoniales, las ofrendas y los sacrificios de la antigua Israel no podían hacer perfectas a las personas que efectuaban esos servicios, “en cuanto a la conciencia” (Hebreos 9:9). ¡Pero la expiación de Cristo sí puede! “¿Cuánto más la sangre de
Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (v. 14).
Después de que somos totalmente perdonados y limpiados de nuestros pecados, primeramente por la sangre de Cristo y en segundo lugar por el simbolismo de las aguas bautismales, se nos dice “que nos
acerquemos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala con-ciencia, y lavados los cuerpos con agua pura”
(Hebreos 10:22).  El apóstol Juan expresó profundo aprecio por el sacrificio de Jesucristo: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apocalipsis 1:5). En la milagrosa conversión de Pablo, Ananías le preguntó: “Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados,  invocando su nombre” (Hechos 22:16). El proceso de salvación incluye la sangre de cristo y las aguas del bautismo.
El sacrificio de cristo lleva a la vida eterna Jesús explicó a Nicodemo: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado [porque había sido crucificado], para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree,
no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14-16).
Juan registró las propias palabras de Cristo: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió [el Padre], tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24). Por esto es que la conversión verdadera es tan importante (Hechos 3:19).
Finalmente: “Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:11-12).
Verdaderamente, Jesús murió para reconciliarnos con Dios, pagando el precio de la muerte por nuestros pecados, muriendo en nuestro lugar y mostrándonos el camino a la salvación eterna. No debemos corrompernos por la falsa visión del mundo al borrar y eliminar de nuestras mentes estas maravillosas buenas noticias, de las cuales deberíamos estar por siempre agradecidos.